El mundo del revés: Luis R. Conriquez abucheado y corrido en Texcoco por negarse a cantar narcorridos

¡Está Café!

Por Kevin Chicuate

“A mí si me mandan los Guzmanes les hago un cagadero en caliente”, cantaba Luis R. Conriquez en su polémica canción “Si No Quieres No”, un tema que no solo celebra vínculos con el crimen organizado, sino que también refuerza la apología a la violencia como un valor aspiracional.

Sin embargo, cuando Conriquez decidió eliminar los corridos de su repertorio horas antes de presentarse en el Palenque de Texcoco, sus seguidores respondieron con una reacción visceral: abucheos, gritos de desaprobación y hasta botellas de cerveza volando hacia el escenario.

¿Qué nos dice este episodio sobre nuestra relación con la violencia? ¿Cómo es posible que la negativa de un artista a cantar corridos genere más ira que la propia apología al crimen?

La respuesta está anclada en décadas de normalización cultural. Los narcocorridos, lejos de ser meras canciones, son narrativas que exaltan la figura del capo como un héroe moderno, un Robin Hood contemporáneo que desafía al Estado y amasa fortunas bajo un aura de poder absoluto.

Desde Chalino Sánchez hasta artistas actuales como Peso Pluma o el propio Luis R. Conriquez, estos géneros musicales han construido una mitología que idealiza el estilo de vida del narco: el lujo ostentoso, las armas, los autos deportivos y, por supuesto, la capacidad de imponerse mediante la violencia.

Pero esta idealización no es inocua. Estudios revelan que el consumo de narcocorridos está directamente relacionado con la glorificación del crimen organizado entre jóvenes, quienes ven en estas historias una salida fácil a la pobreza y la marginación.

El incidente en Texcoco expone dos caras de una misma moneda: por un lado, la dependencia emocional que muchos fans tienen hacia este tipo de música, y por otro, la complicidad de los artistas que, consciente o inconscientemente, se convierten en voceros de los cárteles.

Canciones como “Si No Quieres No” no solo mencionan a figuras ligadas al crimen organizado, sino que también refuerzan su influencia cultural al colocarlas en un pedestal.

Frases como “Aquí no está pelada, yo ando y cuido a los jefes” no son simples metáforas; son declaraciones que legitiman la presencia del narco en la vida cotidiana.

Y aunque Conriquez intentó distanciarse de esta narrativa eliminando los corridos de su repertorio, su público lo rechazó. ¿Por qué? Porque para muchos, los corridos no son solo música; son una forma de vida, una identidad.

Este fenómeno trasciende lo musical. La moda inspirada en el narco ha permeado incluso en zonas urbanas donde el crimen organizado no tiene una presencia directa.

Murales que retratan a figuras como Joaquín “El Chapo” Guzmán o Rafael Caro Quintero adornan fachadas en Sinaloa y Jalisco, no como símbolos de rechazo, sino de admiración.

Estas expresiones artísticas y culturales no solo normalizan el crimen, sino que también invisibilizan a las víctimas.

¿Dónde están las canciones que denuncian los feminicidios, las desapariciones forzadas o el dolor de las familias destrozadas por la violencia? En lugar de eso, tenemos himnos que celebran la muerte como un trofeo.

La disyuntiva ética aquí es clara: ¿los artistas deben asumir la responsabilidad de evitar la glorificación del crimen organizado, o simplemente reflejar la realidad tal como es?

Claudia Sheinbaum lo planteó recientemente: prohibir los narcocorridos no es la solución. Más bien, el reto está en promover narrativas alternativas que inspiren a las nuevas generaciones sin necesidad de recurrir a la apología de la violencia.

Sin embargo, mientras los artistas sigan priorizando ganancias económicas sobre principios éticos, será difícil romper este ciclo. Y mientras el público continúe demandando corridos que exalten la figura del narco, los artistas tendrán poco incentivo para cambiar.

El caso de Luis R. Conriquez en Texcoco no es solo un incidente aislado; es un espejo que refleja una sociedad fragmentada.

Por un lado, hay quienes entienden que la música puede ser una herramienta poderosa para transformar realidades, y por otro, aquellos que prefieren aferrarse a una cultura de la muerte que solo perpetúa el ciclo de violencia.

La pregunta crucial es: ¿hasta cuándo seguiremos permitiendo que el crimen organizado dicte los términos de nuestra cultura popular?

Si queremos un México diferente, uno donde la vida sea más valiosa que la muerte, necesitamos empezar por cambiar las historias que contamos.

Porque mientras sigamos cantando corridos que glorifican el crimen, seguiremos siendo cómplices de la tragedia que nos define.

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