¡No todos somos narcos!

Café Amargo

Por Irene Medrano Villanueva

Culiacán, Sinaloa. – La gran mayoría de los sinaloenses quiere una vida normal, quiere producir para seguir siendo el estado que envía un gran porcentaje de alimentos al país, porque es gente trabajadora y hospitalaria, pero la delincuencia le ha cortado las alas.

Hoy, el sinaloense, desde hace cinco meses, ya no es el mismo. Vivimos en medio de la zozobra, del miedo, de la incertidumbre.

La información, a veces exagerada, otras veces a medias, nos deja con más dudas que certezas.

Mientras el gobierno informa a cuentagotas, las redes sociales se dan vuelo dando santo y seña de lo que pasa. A veces dramatizan, otras se quedan cortas; sin embargo, los sinaloenses quieren más. Por ejemplo, se molestan con los medios de comunicación porque no escriben lo que dicen los mensajes que les dejan a algunos muertos.

En muchos sinaloenses, poco a poco se ha ido perdiendo el asombro, esa emoción que se siente cuando se percibe algo sorprendente, inesperado o grandioso. Por eso, cada reseña o noticia que sale en las redes provoca burlas del acontecimiento y rebota contra las autoridades, a quienes, con razón o sin ella, culpan de la falta de resultados.

Solamente quienes están en los zapatos de los que han sufrido una pérdida, una afectación como la ausencia de un ser querido porque murió en medio de una balacera o le quitaron su automóvil, pueden entender esa rabia, ese dolor, esa intranquilidad, esa desolación que se siente y se respira en la capital del estado.

Es cierto que fuera de Sinaloa ven un estado incendiado; algo hay de eso, pero pocos se interesan en saber qué hace el sinaloense de bien, qué siente, qué anhela, qué pide, qué espera.

Afuera no conocen la angustia, el temor de la secretaria que se la juega al ir a su trabajo, del vendedor que a diario sale a las calles a ofrecer su producto y que, en medio de las balas, se escucha su pregón: “Hay tamales de elote a ocho pesos”.

Automovilistas que manejan con miedo de que les quiten su unidad, de quedar en medio de un tiroteo o de que, por error, los levanten.

Si hacemos un ejercicio en la calle, podemos observar el semblante del conductor que tenemos a un lado: taciturno, otros desesperados por llegar a su destino. Pocos accionan el claxon, porque no saben cómo les puedan responder… miedo y más miedo.

Jóvenes que acuden a las universidades con el temor de que, en cualquier momento, les pueda tocar un enfrentamiento, mientras sus madres se quedan con el Jesús en la boca.

Estamos viviendo el peor momento de la historia que, a decir de muchos, por este pánico ya tienen dificultades emocionales.

“Mi esposo y yo necesitamos ayuda, estamos deprimidos, agresivos, ansiosos, dormimos mal, con miedo de que algo le pueda pasar a nuestros hijos al ir a la escuela. Él casi no tiene chamba; es plomero y se ponía en el bulevar Agricultores, ahí lo contrataban, y ahora…”, señala una ama de casa que vive en la colonia La Amistad.

Narra que su angustia ha crecido más desde el día que balearon y quemaron una casa en la colonia Villa Satélite y sus hijos estaban en la escuela que está casi enfrente del hecho.

Comercios que abren a duras penas por temor a ser asaltados o, bien, porque, a falta de ventas, ya no tienen capital para surtirse.

“Oiga, usted, yo salgo a vender porque tengo familia que mantener, pero, la verdad, a veces he llegado con chorro a casa, por lo que he visto”, señala un vendedor de verduras.

Ofrece su mercancía en una camionetita vieja, destartalada, pero, aun así, se lo quisieron levantar.

“No, mijito, no me hagas eso. Con esto le llevo sustento a mis hijos, tengo un niño discapacitado. Tú también vienes de gente jodida como yo”, le dije a un muchacho con todas las trazas de puntero… me dejó ir”.

Lamenta que muchas tienditas en las colonias han cerrado porque los han asaltado, a otros les cobran derecho de piso y algunos más por falta de ventas.

“Nosotros lo que queremos es que nos dejen trabajar tranquilos…”, es la petición del vendedor que se pierde con el sonido del megáfono: “Hay tomate, a 20 pesos la bolsa”.

Esto sucede durante el día, pero, a partir de las seis de la tarde, la gente que antes por las tardes “mitoteaba” afuera de sus casas, ahora se recoge temprano; los niños juegan en su calle entre las tres y cuatro de la tarde, los jóvenes que salían de antro se quedan a ver series, a chatear con sus amigos. La vida nocturna cambió, peor que cuando había COVID, porque podían reunirse en sus vehículos y pasarla bien, desde lejos.

Los culichis fiesteros, que hacían las noches días, hoy, después de las siete, ven una ciudad desolada, donde el titilar de las lámparas y el resplandor de uno que otro vehículo que osa adentrarse por alguna calle de Culiacán dan miedo, porque toda la noche presagia que, de un momento a otro, el “¡ra-ta-tá! ¡ra-ta-tá!” puede quebrantar la tranquilidad.

En fin, se podría hablar y hablar de lo que sucede en Culiacán, principalmente, aunque tal parece que los delincuentes y los que mandan en el país no quieren que la gente de bien tenga paz y esa palabra llamada BIENESTAR que tanto pregona el gobierno.

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